La Razón (Edición Impresa) / Gemma Candela
En Carmen del Emero los tacanas recolectan cacao silvestre,
pero la producción de este año se reducirá a la mitad por las inundaciones.
Miguel Palomeque está sentado sobre un largo tronco reseco
que ha caído sobre el suelo de su cacaotal, al que llama El Paraíso, situado en
un pedazo de selva próximo a un arroyo que alimenta el río Beni, cerca de
Carmen del Emero, una comunidad del municipio de Ixiamas. Cuenta que, el
año pasado, de este mismo lugar ubicado en el norte de La Paz sacó diez
quintales del fruto con el que se elabora el chocolate. “Ahora, no hay nada”. A
su alrededor, los árboles, mustios, de los que cuelgan algunas bayas anaranjadas,
refuerzan sus palabras.
Para las 50 familias de la etnia tacana que conforman el
poblado, la venta de cacao silvestre es una de las actividades comerciales
sobre las que se sustenta su economía. La época de la cosecha va de enero (a
veces, se adelanta a diciembre) a marzo, con algunos coletazos que duran hasta
abril. Este año, los pobladores apenas han podido cosechar, pues las parcelas
donde crece el fruto no están en la comunidad y hay que trasladarse por el río
Beni, arriba o abajo, para llegar a las hectáreas donde el bosque produce el
cacao. Y, con el aumento del nivel de las aguas que ha afectado al norte de La
Paz y parte de Beni, la situación ha sido atípica para estas personas: el
caudal estaba demasiado crecido y arrastraba árboles arrancados de las riberas,
lo cual les impedía ir hasta Rurrenabaque, a 280 km por vía fluvial, a comprar
combustible para los motores de los peque peques. Además, los 80 centímetros de
agua que anegaron el pueblo durante semanas hicieron que todas las manos con capacidad
de trabajar estuvieran dedicadas por completo a tratar de restablecer la
normalidad en la aldea.
Hace 49 años, un grupo de tacanas de la comunidad cercana de
San Pablo que habían sido esclavos de una familia terrateniente, los Alipa,
fundó Carmen del Emero en honor a su patrona, la Virgen que lleva este nombre,
y al denominativo del riachuelo que pasa cerca de donde levantaron las casas,
una explanada que llama la atención por su tamaño, muy superior al de otros
poblados que se ven desde el río durante el trayecto de más de ocho horas desde
Rurrenabaque hasta aquí.
La lancha ha necesitado 110 litros de combustible para hacer
la travesía desde uno de los destinos turísticos por excelencia del país hasta
atracar en la comunidad. Al salir de la embarcación se ve el montón de restos
de lo que fue un horno de barro en el patio de una vivienda de paredes hechas
con tablones madera y techo de palmera. Es la primera señal visible de lo que
ha sufrido este lugar, como tantos otros de la zona que han pasado semanas a
remojo en una inundación tan grande como nunca, que recuerden, habían sufrido.
El pueblo ha ganado altura
Cerca hay construcciones similares que muestran otro signo
de la inundación: la marca de hasta donde llegó el agua. “A mi casa ya no entra
gente alta”, cuenta una mujer madre de familia con el cabello recogido en una
coleta, vestida con pantalones prietos y una polera que dejan ver que está
entrada en kilos, y con una sonrisa que sólo se desvanece cuando se queda
callada y pensativa. El suelo de la comunidad ha “crecido” varios centímetros
por la tierra que transportaban las aguas del río Beni, que se han asentado en
el lugar después de que el líquido volviera al cauce. Todavía hay grandes
charcos y mucho barro que no acaba de secarse.
En algunos patios hay estructuras alargadas y elevadas sobre
el piso cubiertas por plásticos amarillos: parecen pequeños invernaderos, pero
son secadoras de cacao. Una vez que los recolectores regresan de los
cacaotales, desconchan los frutos usando un cuchillo. El interior de una baya
parece una mazorca de maíz de pocos granos, grandes y recubiertos de un pelo
blanco y jugoso: la pulpa del cacao, que acá llaman jane y con la que se puede
elaborar un jugo similar al del copoazú (ambas plantas son de la familia theobroma,
cacaolicor la primera y grandiflorum la segunda) y hasta vinagre. Bajo el fino
jane está lo que se utiliza para hacer chocolate: una especie de almendra color
violeta de sabor fuerte y amargo. Una vez fuera de la cáscara, los comunarios
ponen las pepas a fermentar durante varios días, envueltas en hojas de patujú o
yute, dentro de cajas. Tiene que alcanzar los 45°c. El tiempo que dura esta
etapa del proceso, durante el cual el cacao adquiere más aroma y mayor calidad,
depende del clima, explica Róger Yarari que, con 27 años, fue corregidor de
Carmen del Emero hasta hace unas semanas. Una vez fermentadas, se colocan en
los invernaderos durante cinco días, aproximadamente, para que se sequen.
Pero estas semanas las carpas están semivacías. “La lluvia
nos ha afectado muchísimo. Como ven, muchas plantas se están muriendo”, dice
una de las recolectoras, Katy Marupa, de 27 años, con jeans claros hasta la
rodilla y botas de goma, en un cacaotal que crece junto a la orilla marrón del
Beni. El suelo está tan húmedo por la reciente crecida del río que, si uno se
queda detenido en el mismo lugar, de repente se hunde en el fango hasta la
rodilla. Si se pisa fuerte el piso tiembla como si fuese un flan.
“Aquí vivimos del chocolate cuando es tiempo de chocolate.
Luego, de la pesca. Algunas personas también sacan madera”, explica Katy. Los
comunarios — que no tienen agua potable y la energía eléctrica que usan la
produce un generador y pequeñas placas solares— calculan que este año han
perdido la mitad de la producción de cacao. “El silvestre es natural. Es más
oloroso que el híbrido”, comenta Katy. En Bolivia hay tres variedades salvajes:
dos crecen en el norte de La Paz y una en Beni. Los tipos híbridos fueron
importados de Trinidad y Tobago, Perú y Ecuador, y su semilla rinde más. Pero
los chocolates elaborados con cacao generado por la propia selva cuestan hasta
12 veces más.
Martha Yarari, de 14 años, acompaña a un grupo de cosecheros
en el que están Katy, Róger, Miguel y Dorca Duri. Se ha enfundado las botas de
goma.
Aunque ni su padre ni su hermano, tres años mayor que ella,
la dejan ir al monte, ella agarra como los demás el palo de unos cuatro metros
que aquí se usa para sacar las bayas de cacao. Su progenitor tampoco le
permitía teñirse el cabello, pero ella igual lo hizo durante sus vacaciones en
Rurrenabaque, donde vive su hermana.
El palo tiene una cuchilla en un extremo que sirve para
cortar el punto donde el fruto está unido al árbol. Antes usaban otra técnica,
a la que llaman palca: también era un palo largo que, en vez de cuchilla,
acababa en forma de ángulo de 90°. Con esta parte retorcían las ramas,
malogrando los árboles, dice Róger, y le corrobora el biólogo de la
organización no gubernamental Conservación Internacional Bolivia (CIB), Horacio
Lorini: si no se cortan correctamente las bayas es posible que no vuelvan a
salir en la siguiente temporada.
Normalmente, una persona corta y, cuando el fruto cae al
suelo, otra lo guarda en bolsas. La jornada laboral suele ser de ocho horas (a
veces, cuando van lejos, se quedan más de un día). Entre dos pueden llegar a
recolectar dos quintales en un día (alrededor de 2.300 bayas), que cargan en
los peque peques.
Según CBI, los precios de este producto oscilan entre Bs
1.050 y Bs 1.200 por quintal. “Antes nos compraban a un precio más bajo porque
no hacíamos la fermentación”, cuenta Katy.
La ONG trabaja desde julio en Carmen del Emero con el
proyecto “Generación de mercados para el cacao boliviano de origen silvestre
como estrategia de adaptación de comunidades indígenas tacana y
t’simane-mosetene ante el cambio climático”, con financiación de Dinamarca.
Ahora los recolectores venden directamente a los acopiadores de la industria
que elabora chocolate. Este año, El Ceibo producirá una tableta hecha
únicamente con cacao de esta aldea de Ixiamas, que ya se dio a conocer durante
la feria gastronómica Tambo 2013 celebrada en La Paz en octubre.
Arroz, yuca y plátano forman parte de la dieta de los
habitantes de Carmen del Emero, que cultivan estos alimentos. Este año, casi
todo lo sembrado se ha perdido y ahora hay que comprar esos productos. Los
hombres e, incluso, las mujeres (que suelen quedarse en el pueblo) están
pensando salir a otros lugares para trabajar.
Los animales del entorno forman también parte de la gastronomía
local, como el mono, el jochi (un tipo de roedor) o pescados como el pintado
(surubí). En la aldea tienen chanchos y vacas, flacos por la falta de alimento.
Muchos murieron ahogados.
También comen chocolate: cuando todavía es cacao, los niños
chupan las pepas. Después de la fermentación, el secado y el tostado, lo
preparan con arroz (como arroz con leche, pero con chocolate), plato al que
llaman gallinazo; o payuje, pero sin leche.
Los profesores preveían que las clases en la escuela
comenzarían, por fin, el lunes 24 de marzo. Pero, hasta el mismo día, los
muebles de las aulas y algunos colchones que usa el profesorado durante su
estadía en la aldea estaban en la cancha de la unidad educativa, secándose. Y
en el lugar no hay ni tiza, según el testimonio de uno de los docentes. Es
difícil corroborar, una vez fuera del lugar, si el curso se ha inaugurado: no
hay señal de telefonía móvil. Cada mañana, de ocho a nueve, y por la tarde, de
cinco a seis, la caseta donde está la radio comienza su actividad diaria:
“Hola, Rurre”, “Hola, Candelaria”, “Hola, Riberalta”. Éste es el único medio de
contacto que la gente tiene con otras poblaciones.
No muy lejos de la radio está la red de voleibol, el punto
de encuentro de los chicos jóvenes a última hora de la tarde. La cancha de
fútbol, antes cubierta de pasto, ha quedado inservible: no se puede ni andar a
través de ella si no es bordeándola sobre los pedazos de madera que la gente ha
colocado estratégicamente en los lugares menos embarrados.
Los hombres se entretienen algunas noches boleando coca,
fumando cigarros Astoria o tocando la música tradicional tacana con tambor y
flauta. Las mujeres siempre están rodeadas de sus hijos pequeños, de los que se
hacen cargo todo el tiempo, además de cocinar y limpiar y de lavar la ropa.
También cortan la leña para la cocina y muchas son
recolectoras de cacao. Están pluriempleadas.
La iglesia es uno de los pocos lugares a los que el
generador de luz alimenta cada noche. Está solitaria, con el piso de tierra
desigual sobre el que baila el mobiliario. El cura sólo viene un par de veces
al año, pero los vecinos no pierden la fe: tienen un encargado que abre el
humilde templo y da misa sin comunión. Aquí, la creencia es como la sonrisa de
la gente: no se desgasta ni con la adversidad.
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